MOLINOS ZUXÍA, Miguel de
Nació en Muniesa (Teruel) en los primeros días del verano de 1628, pues, según consta en su partida de bautismo, recibía este sacramento el 29 de junio. Nada se sabe de sus primeros años, hasta 1646 en que llegaba a Valencia para disfrutar de un beneficio eclesiástico en la iglesia de San Andrés, con el que cursó los estudios superiores en el Colegio de San Pablo de la Compañía de Jesús, ordenándose de sacerdote el 21 de diciembre de 1652, y consiguiendo tiempo después el doctorado, probablemente también en aquella misma Institución, que estaba capacitada para otorgar grados académicos.
Pasó después varios años dedicado a la actividad pastoral y dirección de espíritus, y en 1662 ingresaba en la «Escuela de Cristo», agrupación de clérigos y laicos creada en Valencia a semejanza de las existentes ya en otras ciudades españolas y del extranjero, y que Alejandro VII aprobaría en 1665, que tenía por finalidad el fomento de la piedad entre sus miembros por medios ascéticos y diversas penitencias y meditaciones. Su pertenencia a este cenáculo, en que se ha querido ver un antecedente de su posterior actitud mística, aureoló su figura con una singular fama de virtud proporcionándole, además, una gran popularidad, lo que explica que poco tiempo después, en junio de 1663, fuera comisionado por los tres estados de Valencia para promover como su procurador en Roma la beatificación del sacerdote Francisco Jerónimo Simó de Rojas, a cuyo efecto se trasladó a la Ciudad Eterna, donde ya se encontraba a fines de aquel año.
En Roma, donde habría de transcurrir el resto de su vida, prosiguió su actividad pastoral en la línea ya iniciada anteriormente en Valencia; entró pronto en contacto con la «Escuela de Cristo» de aquella ciudad que llevaba a la sazón una vida incipiente, y que bajo su impulso adquirió una gran notoriedad, y él mismo publicaba en 1675 dos libros: Breve tratado de la comunión cotidiana, concebido en la línea mantenida por los autores de la Compañía de Jesús, como Luis de la Puente (véase) o Baltasar Gracián (véase), y la Guía espiritual, que salió a la luz con todos los pronunciamientos favorables de numero sí simas personalidades eclesiásticas, entre las que se encontraban no pocos calificadores de la Santa Inquisición romana y española, y que la cubrieron de elogios. Y es que en aquellos momentos nuestro autor gozaba de la más alta reputación en la Ciudad Eterna, alcanzada a través de la difusión de sus doctrinas espiritualistas y de su actividad en la dirección de almas, que era solicitada por no pocos obispos, cardenales y hasta por el mismo Romano Pontífice, Inocencio XI.
El libro, clave y compendio de aquella doctrina espiritual que tanta gloria y pesadumbre habría de proporcionar a su autor, es un tratado no demasiado extenso, 316 páginas en su edición príncipe, escrito en una prosa bellísima con resonancias teresianas y de San Juan de la Cruz y a cuyo comienzo, y tras unas palabras introductorias se presentan cuatro advertencias sobre la diferencia entre meditación y contemplación, distinguiéndose ésta en infusa o pasiva y adquirida o activa, a las que siguen las tres partes de que consta en su conjunto. La I, trata «de las tinieblas, sequedades y tentaciones, y del recogimento interior»; la II, «del padre espiritual y su obediencia, del celo indiscreto y de las penitencias interiores y exteriores»; y la III, «de los espirituales martirios con que Dios purga a las almas, de la resignación perfecta, humildad interna, divina sabiduría, verdadera aniquilación e interior paz»: todo ello tendente a «desarraigar la rebeldía de nuestra propia voluntad para alcanzar la interior paz»; en suma, a vaciar el alma de todo contenido y mantenerla en un estado de quietud perfecta que la capacite para amar a Dios.
De suyo nada había en estas doctrinas, como después se demostró en el proceso, que pudiera ser considerado heterodoxo. Sin embargo, en una segunda lectura cabía advertir ciertos rasgos de negligencia en la atención a la sensualidad por parte del alma abandonada al amor divino, hecho concomitante con el laxismo propio de las corrientes iluministas y pelagianas de las que Inocencia XI en 1679 condenaba hasta 65 proposiciones. Además, el contenido de la Guía espiritual difería sensiblemente de las doctrinas ascéticomísticas defendidas por la Compañía de Jesús, todo ello unido a determinadas circunstancias ambientales, al rencor de ciertos clérigos, envidiosos del gran predicamento alcanzado por Molinos, a intrigas políticas por parte de Luis XIV de Francia, que consideraba el quietismo como favorable a la causa austriaca con vistas a la ocupación del trono español en la sucesión de Carlos II, y, en fin, ciertas máculas en el proceder personal de nuestro autor, dio como resultado un creciente estado de animadversión hacia su persona y su obra que, capitaneado primeramente por los jesuitas Gottardo Bell'huomo y Pablo Segneri, cuyos escritos de censura rebatió Molinos con Cartas escritas a un caballero español y Defensa de la contemplación, fue generalizándose hasta que la Inquisición romana acabó por intervenir, encarcelando a nuestro autor el 18 de julio de 1685 y, tras un proceso de dos años, tenía lugar un auto de fe celebrado en Santa María sopra Minerva el 17 de septiembre de 1687, en el que nuestro autor era obligado a retractarse de 68 proposiciones heréticas, ninguna de las cuales estaba contenida en la Guía, lo que Molinos hizo con gran serenidad de espíritu pidiendo perdón de sus errores en medio del estruendo de las multitudes que antes lo habían aclamado y ahora pedían para él la hoguera, siendo condenado a cárcel perpetua en la que falleció el 28 de diciembre de 1696.
Hoy, a tres siglos de distancia de los lamentables y escandalosos acontecimientos que rodearon la figura de Miguel de Molinos, la crítica más reciente está llevando a cabo una reivindicación de su nombre y de su doctrina mediante la determinación de tres planos perfectamente diferenciados, el correspondiente a las especiales circunstancias históricas del momento, inficcionado por el laxismo proviniente de antiquísimas tradiciones místicas heterodoxas; el puramente teórico de su doctrina, a la que hemos visto que no le eran atribuibles ninguna de las 68 tesis condenadas por la Bula Celestis Pastor de Inocencio XI; y, por último, el de la difusión práctica de aquella doctrina mística por parte de nuestro autor, que tal vez por ingenuidad, o tal vez sucumbiendo a un prurito de vanagloria, quiso aplicarla a determinados grupos de seguidores que por su falta de cultura o por su sensibilidad enfermiza y patológica, hicieron un mal uso de los principios espirituales que se les ofrecían, lo que dio lugar de hecho a que la doctrina de Molinos se confundiera con el laxismo ambiental.